Por la igualdad plena: justicia social y desigualdades en Cuba. Por Iramís Rosique Cárdenas

 

La desigualdad se presenta, en la concepción del liberalismo, como un resultado natural de la sociedad meritocrática. El mito del emprendedor esforzado e ingenioso que asciende desde los umbrales de la pobreza hacia el selecto grupo del 1% se repite una y otra vez, y cristaliza en el mantra para unos y chiste para otros: “el pobre es pobre porque quiere”. Esa idea de que la vida es una competencia en la que debes ir superando las pruebas para alcanzar el éxito, y que quien no lo consigue será porque no se ha esforzado lo suficiente, es un motivo recurrente en el sentido común de las sociedades capitalistas contemporáneas.

El mito de la meritocracia como fundamento de las desigualdades tiene como consecuencia —y como fin— la invisibilización de las estructuras objetivas que generan y reproducen la exclusión y la inequidad social. Muchas de estas estructuras no tienen una naturaleza material, sino que operan en el orden simbólico, de la representación, en los imaginarios culturales, pero como ideales, se realizan en las acciones concretas de las personas, a veces de manera no consciente, y perpetúan las situaciones de injusticia social que sufren grupos, objetos de sistemas de dominación específicos.

Es muy preocupante notar cómo este tipo de mito ha avanzado en el seno de la sociedad cubana. Pudiera pensarse que esto va de la mano con el panorama general de expansión del liberalismo en la conciencia cotidiana de nuestra sociedad en las últimas décadas. Sin dudas, el mito de la meritocracia es liberal, pero no podemos decir que, en nuestra sociedad, sea hijo exclusivo de esa ideología —al menos de sus mecanismos expresos de reproducción.

Cierto tipo de marxismo, y su correspondiente comprensión del socialismo y de la sociedad en general, nos lleva al mismo lugar que el liberalismo en este tema. Los marxistas economicistas entienden la relación entre la organización de la producción material de la vida, la economía, y el resto de la sociedad, como una relación mecánica de causalidad: la economía “determina” todo lo demás. En este sentido es comprensible que, para estos, los problemas relativos a la desigualdad solo atañan al modo en que se relacionan los grupos de seres humanos con la producción material, es decir, a su condición de clase, entendida también la clase de un modo reduccionista y economicista. Tal manera de comprender la sociedad, nos lleva a una concepción del socialismo que en su lucha contra la desigualdad social pone el énfasis en la esfera de la distribución de la riqueza, entendida esta como un espacio de reproducción de las clases sociales.

Hay que decir que, mientras el estado socialista pudo controlar y asegurar la producción de la riqueza social casi en su totalidad, las diferencias de clase en Cuba se atenuaron de manera radical, aunque no se extinguieran las condiciones de posibilidad de la diferenciación de clase. Con el retroceso del Estado a partir de la crisis de los noventa ha ocurrido una reemergencia, no de las clases —que nunca se fueron—, pero sí de la desigualdad con arreglo a la clase social, en cuanto una buena parte del circuito de reproducción material de la vida de las personas volvió a someterse a la lógica de relaciones de producción capitalistas.

En cualquier caso, un grave problema de entender las desigualdades, la exclusión y, en definitiva, la justicia social, solo desde la dimensión de las clases, reducidas además a su dimensión económica estrecha, es que impide enfrentar otros mecanismos de opresión extra que conviven con la explotación clasista y generan del mismo modo injusticia, violencia e infelicidad. En las sociedades modernas la explotación económica reacomoda y articula formas viejas de opresión e incluso inventa otras nuevas que funcionan como sostenes político-simbólicos suyos. Y si bien todas operan sobre las sociedades como un sistema de dominación múltiple que atraviesa y marca a los individuos y a los grupos de acuerdo a diversas identidades, es un error considerar que estos sistemas de dominación son idénticos entre sí o idénticos al capital: no existen separados, pero tampoco son lo mismo. En ese sentido, la lucha contra cualquier mecanismo de opresión debe implicar la lucha contra el resto, porque como decía el filósofo francés Michel Foucault, el interés del capital no es oprimir a un individuo o a una categoría específica de individuos: su interés real es la tecnología de dominación que usa como medio para realizarse a sí mismo, para reproducirse y reproducir su mundo.[1]

Obviamente, no hay nada sencillo en comprender los sistemas de dominación. No en balde Engels dice que uno de los méritos de Marx es, con su teoría de la plusvalía, haber desentrañado el secreto de la explotación capitalista. Si la dominación fuera tan sencilla de comprender, nadie necesitaría algo como la teoría de la plusvalía para desentrañar “su secreto”. Algo parecido pasa con el resto de las opresiones estructurales que, además de ser incomprendidas para la conciencia cotidiana, son invisibles la mayor parte de las veces. Pues como mismo el capital proyecta una concepción del mundo que naturaliza la explotación capitalista ypor tanto la hace invisible, el resto de los sujetos opresores también producen un discurso hegemónico y una racionalidad que impide ver sus respectivas injusticias y privilegios. Así se perpetúan a nuestro alrededor el patriarcado, el racismo, la cisheteronorma, el adultocentrismo, el colonialismo interno, el elitismo, entre otros, que solo sus víctimas tienen la mayor posibilidad de percibir, pues muchas veces tampoco comprenden la naturaleza de las injusticias que sufren y se asimilan al discurso meritocrático que las culpa a ellas mismas de las desventajas y las vulnerabilidades que sufren. Una tarea de primer orden del bloque de la Revolución en Cuba es incorporar las prácticas políticas sistemáticas y los componentes teóricos que permiten comprender y combatir todos estos fenómenos.

Siempre sorprende entonces encontrarse en Cuba socialista a revolucionarios cayendo en tópicos como “¡con la cantidad de oportunidades que ha dado la Revolución…!”, “hay gente que le gusta vivir a sí” o “el que no se supera es porque no quiere: la universidad está ahí para todos”, cuando se refieren a personas en situación de pobreza y marginación. Estas frases son nuestra versión socialista y tropical de “los pobres son pobres porque quieren”, y denotan una incomprensión de cómo funcionan las desigualdades estructurales. La gente no está en situaciones de vulnerabilidad de por sí, o porque sea tonta o inútil o vaga: a esas personas las hacemos vulnerables el resto al reproducir prácticas sociales y discursos que naturalizan y perpetúan las desigualdades de las que ellas son víctimas.

En los últimos meses se ha reflexionado un poco en el discurso público sobre las manifestaciones de desigualdad, pobreza y marginación que observamos en nuestra sociedad y que están en la base de una parte del malestar social que es instrumentalizado por la agenda de la contrarrevolución. No obstante, las discusiones al respecto han sido por lo general bastante fenomenológicas, superficiales, centradas sobre todo en los síntomas y menos en las causas sistémicas que se ocultan detrás. Es cierto que la lucha contra la desigualdad de género o el racismo tienen sendos programas nacionales con planes de acción; pero a nivel de debate político público la reflexión sobre el patriarcado o el racismo y su crítica profunda no son una presencia recurrente. Menos aún si pensamos en otras opresiones como la cisheteronorma o el colonialismo interno, cuyas simples denominaciones son innombrables y desconocidas para nuestra actual cultura política.

La incorporación de la crítica a estas desigualdades estructurales en el discurso político cotidiano del campo de la Revolución es fundamental, no solo para la recomposición hegemónica del socialismo sino, sobre todo, para el efectivo retroceso de estos flagelos en nuestra sociedad. No se puede operar políticamente sobre lo que es invisible. Toda transformación requiere un momento de conciencia.

¿Ya discutimos, por ejemplo, el tipo de escuela que tenemos hoy, y cómo funciona esta en tanto reproductora de desigualdades y exclusiones? Siendo tan occidental e ilustrada —para nada elogios en este texto, sino sinónimos de colonización—, ¿cuáles son los saberes que nuestra escuela premia y cuáles los que margina? ¿de qué grupos sociales provienen los portadores de saberes marginados y los portadores de saberes premiados? En un barrio marginado y negro de Matanzas o de La Habana, por ejemplo, se adquieren desde niño saberes, maneras, imaginarios, formas de relacionarse, valores que a la escuela ilustrada, con su énfasis en los saberes útiles para la producción-explotación capitalista, le parecen simplemente “atraso”, “incultura”, “ignorancia”: la cultura “verdadera” está en el español de la Academia, en las bellas artes, en la literatura “universal”, en los idiomas europeos, en la ciencia (occidental)… No es de extrañar que entre los educandos que una escuela así produce como “desventajados”, “con dificultades”, “brutos”, estén sobrerrepresentados precisamente los negros, los más pobres o los de entornos rurales.De esta manera, la escuela contribuye a reproducir su condición de marginados y a marcar y profundizar las fronteras entre “la buena sociedad” y “la marginalidad”.

Siempre que se discute sobre desigualdades estructurales en Cuba hay que hacer una aclaración. Algunos compañeros se incomodan cuando se habla, por ejemplo, de “racismo estructural” y argumentan de inmediato que en Cuba no existen normativas que promuevan institucionalmente el racismo. En eso, y en la política antirracista de la Revolución cubana no existe discusión. El problema es que el carácter estructural de una opresión no implica una voluntad expresa de oprimir de nadie en particular. Los sistemas de opresión ni son un asunto de ética y decisión personal, ni tampoco implican necesariamente una voluntad política específica de someter, aunque esto no se descarta, pues han existido y existen Estados expresamente racistas o patriarcales u homófobos, etcétera. Estos sistemas de opresión son lógicas de funcionamiento social cosificadas que operan sobre las personas con independencia de la voluntad individual de nadie, y que no se pueden extinguir si no es con la crítica que los hace visibles y la práctica emancipadora que suprime sus condiciones de posibilidad.

El caso paradigmático del racismo en Cuba, y por el cual tanto se nos ataca, es el de la policía que hace chequeos de rutina preferentemente a personas negras. No existe una instrucción de Ministerio del Interior o de la Policía Nacional Revolucionaria que indique a los policías que deben tener esta selección tendenciosa. Lo que ocurre es que los policías concretos tienen, como el resto de la sociedad, un imaginario social racista que indica que las personas negras somos más proclives a cometer delitos. Se sabe que muchas personas en Cuba sienten temor cuando se cruzan con un hombre de piel negra en una calle desierta a altas horas de la noche.El agente del orden no es más ni menos racista que otros ciudadanos: la diferencia es que, en su caso, el racismo lo lleva a realizar una práctica discriminatoria evidente. Lo que hace a esta situación aún más dramática es que las personas negras están sobrerrepresentadas en las situaciones de pobreza, de marginación y en los barrios de menos oportunidades, condiciones todas que son suelo fértil para determinadas conductas delictivas que coinciden con los estereotipos racistas. Entonces nos encontramos con que efectivamente las personas negras estamos sobrerrepresentadas en las estadísticas de delitos violentos o de robo de baja elaboración, lo cual confirma el estereotipo y cierra el ciclo de retroalimentación del racismo, para el policía y para todos.

¿Los negros criminales son criminales porque son negros? En ausencia del pensamiento crítico antirracista las estadísticas penales han permitido durante siglos hacer del racismo un sentido común. Solo con las gafas del antirracismo podemos comprender el engaño de las razas y algo tan complejo como el modo en que el negro es producido como delincuente —y como negro— por una sociedad en la que el racismo estructural es una lógica operante. No hay nada casual tampoco en esa sobrerrepresentación de las personas negras en los barrios más pobres: el racismo las coloca y las mantiene ahí, y eso no es decisión individual de nadie.

De este mismo modo podemos, con otras gafas, pensar el problema de la mujer, de las disidencias sexuales, de lo rural, de lo generacional… Ninguna de estas herramientas que revelan lo invisible es una cuestión académica de los “expertos”, de los “feministólogos” o los “racistólogos”: estas teorías críticas tienen que formar parte de la base ideológica de la Revolución cubana.

Por otra parte, ha habido en los últimos años, en el debate sobre los problemas de igualdad y justicia social, un vicio antiigualitario en la crítica de un supuesto “exceso” de igualdad, de un ”igualitarismo”, en alguna otra época del período revolucionario. En primer lugar, habría que decir que la justicia social no es una entelequia, ni existe ciencia alguna de la justicia social que la pueda aislar en un laboratorio. Lo socialmente injusto o justo solo puede dilucidarse con arreglo a determinados valores políticos que hay que disputar en la sociedad para hacerlos sentido común, para hacerlos hegemónicos. No olvidemos que no hay nada de “injusto” para la mayor parte del mundo en la explotación del trabajo asalariado: eso solo es “injusto” con arreglo a una ética comunista.

Entonces, si en un momento específico de nuestra historia la Revolución dio a todos, casi por igual, todo lo que le pudo dar, y los revolucionarios y el pueblo de entonces lo consideraron justo, es pura metafísica intentar juzgar aquellos tiempos con otras varas que no sean las suyas propias. Incluso habría que entrar a discutir como proyecto revolucionario y como pueblo, qué estándares son esos que sienten tanto rechazo por la igualdad. La idea de que el trabajo de un juez es más importante que el trabajo de un obrero fabril, y por eso su salario base es mayor, no proviene de la divina providencia ni de la razón pura, sino que responde a determinados valores políticos y a determinadas lógicas y concepciones sobre la sociedad, muy meritocráticas, por cierto. Ocurre lo mismo con la popularizada frase hecha de las “gratuidades ‘indebidas’”. ¿Indebidas con arreglo a qué criterio? ¿Desde cuándo, en el socialismo, cuya esencia es precisamente la subordinación de la economía a la política, la economía es fuente de valor político? Atendiendo a una racionalidad económica las gratuidades pueden ser “insostenibles», pero el juicio de valor relativo a si eran debidas o no, escapa, en el socialismo, al campo de la técnica económica, y es un asunto eminentemente político.

Cuando Fidel habla de igualdad en el concepto de Revolución, usa un solo complemento para describirla: “plena”. Esto condensa el horizonte de justicia social del proyecto socialista cubano, que es la búsqueda de una justicia sin fin, para todos, y sin mediaciones. En la conquista de ese ideal quizá tendremos muchas veces que avanzar y retroceder. La cuestión es mantener la claridad del destino, no permitir que los árboles nos impidan ver el bosque y nunca, jamás, caer en la trampa de hacer pasar la necesidad por virtud.

 

[1]Michel Foucault, Genealogía del racismo, La Plata: Editorial Altamira, 2003.

Fuente: Cuba Socialista –