De las reformas a la Policía y otras reformas, tras el…

El asesinato de los tres muchachos en Sampués, Sucre, trajo a mi memoria un hecho semejante ocurrido hace 34 años en Aracataca. Yo tenía poco más de un año de haber ingresado a las Farc, adonde fui a proteger mi vida amenazada por el exterminio desatado contra la Unión Patriótica. Me encontraba en Santa Marta hacía un par de semanas, cumpliendo una tarea asignada por el Frente.

Una guerrillera había sido herida y capturada, por lo que se hallaba en el Hospital de la ciudad, fuertemente custodiada por la Policía. Yo tenía que ver que nada le faltara, para lo que debía apoyarme en su familia y algunos conocidos. Un día de comienzos de noviembre fui notificado de que debía volver a la Sierra, para lo que debía encontrarme en Ciénaga con otro compañero.
Una vez allí, el compañero me dijo que debíamos esperar a otro, que también había sido convocado. Cuando nos encontramos los tres, tomamos un bus a Aracataca. Según nuestro guía, no estaríamos allí sino unos minutos, pues en una casa del pueblo seríamos recogidos por un campero que nos llevaría trocha adentro hacia la montaña. Esperamos varias horas.

Un derrumbe había impedido el paso al vehículo, así que no tuvimos más remedio que buscar una residencia para hospedarnos. Al día siguiente desayunamos, almorzamos y cenamos en un restaurante cercano. El resto del tiempo permanecimos en el hospedaje. Esa noche nuestro guía nos dijo que debía hacer una llamada desde un teléfono público. Decidimos acompañarlo.

Los teléfonos públicos estaban en un costado del parque principal. Mientras hacíamos cola, fuimos sorprendidos por un círculo de agentes policiales que nos exigieron una requisa, mientras nos apuntaban con sus armas. Al constatar que no portábamos nada, pidieron nuestros documentos, que presentamos de inmediato. El cabo se mostraba muy agresivo.

Nos acusó de ser guerrilleros y de hacerle inteligencia al puesto de Policía. Sólo entonces reparamos que el cuartel de la Policía se encontraba a unos cincuenta metros de los teléfonos. Nuestros argumentos y explicaciones valieron nada para el cabo, quien tras insultarnos del peor modo nos notificó que estábamos detenidos.

Cuando le exigí la orden escrita de captura, se llevó la mano al cinto, sacó su pistola y me apuntó a la cara. No tuvimos más remedio que dejarnos conducir hacia el cuartel y de allí a la cárcel, a un lado del mismo. Escuchamos con claridad cuando llamó por radio al comando de Policía de Fundación, e informó que tenía detenidos a tres peligrosos guerrilleros.

La respuesta fue que enviarían la contraguerrilla.  Rato después resonaron los frenos de una camioneta y la voz imperiosa de un mando que entrevistaba al cabo afuera. Cuando ingresó a la cárcel con los policías que lo escoltaban, todos armados con fusiles, se identificó como el teniente Peña, de la contraguerrilla de Fundación, y comenzó a alardear de sus capacidades.

Lo sabían todo, nos estaban esperando, no teníamos más remedio que colaborarles. Si lo hacíamos nos conseguirían documentos y nos enviarían a vivir fuera del país. Cuando aseguramos no saber de qué hablaba, dispuso nuestro traslado al puesto. Allí ordenó a los policías que nos golpearan. Él mismo se ensañaba a puñetazos, mientras los demás nos pateaban con fuerza.

Ante nuestro silencio, ordenó embarcarnos en el platón de la camioneta, acostados boca abajo. Los policías se sentaron ordenadamente a ambos lados, con sus botas sobre nuestras espaldas. Salimos a la carretera principal y tras largos minutos por ella oímos la orden de tomar una trocha. Bien adentro nos hicieron descender y acostarnos cara al piso a un lado de la rústica vía.

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Debía ser medianoche. Oímos al teniente, vamos a matar estos HP. Enseguida un tiro resonó a un lado de mi cabeza. Luego otro

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Debía ser medianoche. Oímos al teniente, vamos a matar estos HP. Enseguida un tiro resonó a un lado de mi cabeza. Luego otro. Media hora después, cansados de golpearnos e intimidarnos sin resultados, volvieron a subirnos a la camioneta y nos trasladaron al comando de Fundación. Al día siguiente, los mismos policías de las palizas, nos trataban como si no hubiera pasado nada.

Tengo la certeza de que si el teniente nos hubiera asesinado aquella noche, los policías que lo acompañaban lo hubieran apoyado. La palabra y los hechos de un superior son para sus subordinados letra sagrada, a menos que como en Sampués, surjan pruebas irrefutables. Nosotros recuperamos nuestra libertad unos días después, gracias a un Habeas Corpus.

Otros, muchos, muchísimos, no tienen la misma suerte. Los métodos policiales no han variado. Por eso urge la reforma a la Policía. Pero hay aún más para mencionar.

Desde nuestra celda en Fundación oímos el 5 de noviembre, día de la Policía, la misa campal que se celebró en la calle, frente al cuartel. El cura enardecido proclamaba a viva voz en el sermón, que según la Biblia, el que a hierro mataba, a hierro debería morir. No solo la Policía necesita reformas.

 

De las reformas a la Policía y otras reformas

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Fuente: Partido Comunes