ESTADOS UNIDOS Y EL IMPERIALISMO HOY EN AMÉRICA LATINA. Por Jorge Hernández Martínez.

La cosecha de la Doctrina Monroe doscientos años después

Entre los principales factores internacionales que han determinado la historia de América Latina, ha sido la práctica geopolítica, imperialista y neocolonial de los Estados Unidos el de mayor permanencia, profundidad y alcance en el desarrollo de los procesos económicos, políticos y socioculturales que tienen lugar al sur del río Bravo. Mucho antes de que el poderoso vecino del norte se convirtiera en un gran poder y alcanzara su condición de imperialista, manifestó un fuerte interés por el resto del continente, perfilándose desde muy temprano como una amenaza para los países que habían sido independizados, hace ya más de doscientos años. Con posterioridad, bajo la sombra ideológica de la Doctrina Monroe y del panamericanismo, propiciará —luego de la nueva correlación de fuerzas en el hemisferio derivada de la Guerra del 98— la articulación institucional del sistema interamericano en el siglo XX, con lo cual el impacto multidimensional de la política exterior estadounidense sería decisivo para el destino de la región. Así, transformada en traspatio de los Estados Unidos, América Latina deviene objeto constante de manipulación política, intervencionismo militar, comprometimiento diplomático, penetración económica e influencia cultural. La dominación colonial europea irá cediendo espacios crecientes al patrón de dominio neocolonial e imperialista que completa la práctica expansionista territorial que acompañaba previamente al capitalismo premonopolista norteamericano, consagrada con el mito del Destino Manifiesto y complementada a partir de entonces con la Doctrina Monroe. Dado que las pautas fijadas por esta última permanecen hasta el presente y que en el año 2023 se conmemora su bicentenario, convendría reflexionar, con una mirada histórica, sobre su vigencia y funcionalidad para el actual sistema de dominación continental de los Estados Unidos. La memoria es una herramienta imprescindible en tal empeño. Raúl Castro Ruz apelaba a ella, al referirse al gobierno de Donald Trump: “Estados Unidos nunca ha abandonado sus objetivos de dominación sobre América Latina y el Caribe, solo había maquillado sus métodos para alcanzarlo. Sin embargo, la nueva Administración republicana enarboló recientemente la plena vigencia de la doctrina Monroe, expuesta en 1823, hace ya casi 200 años como estrategia de política exterior hacia la región”.[1]

En efecto. Aunque en noviembre de 2013, bajo el segundo período de gobierno de Barack Obama, el Secretario de Estado, John Kerry, anunció ante la Organización de Estados Americanos el ocaso de la Doctrina Monroe, ello no pasaría de mera retórica. En febrero de 2019, Rex Tillerson, que ocupaba entonces el mismo cargo que Kerry, durante la Administración de Trump, recordó en la Universidad de Texas en Austin el sentido, alcance y valor de dicha formulación, lo cual fue subrayado luego, en una entrevista en abril del mismo año, por John Bolton, el Consejero de Seguridad Nacional, quién señaló que no había temor de aplicarla. La permanencia de los objetivos indicada por el General de Ejército responde, como lo demostrara en una acuciosa y bien documentada investigación histórica Lars Shoultz —destacado americanista estadounidense—, a intereses geopolíticos, económicos, militares e ideológicos de larga data, a partir de la vecindad geográfica y del simbolismo que conlleva la convivencia en un área tan cercana: “Tres consideraciones siempre han determinado la política de los Estados Unidos hacia América Latina. Primero, la presión de la política doméstica norteamericana. Segundo, la promoción del bienestar económico de los Estados Unidos. Y tercero, la protección de la seguridad estadounidense”.[2] De ahí que el monroísmo refleje, más que los propósitos de gobiernos de turno, la razón de Estado de ese país y constituya la base conceptual de su sistema de dominación continental.

    América Latina en las proyecciones internacionales de Estados Unidos

El 2 de diciembre de 1823, el presidente James Monroe, en su quinto mensaje anual al Congreso, hizo pública la doctrina que lleva su nombre, si bien fue elaborada por el Secretario de Estado, John Quincy Adams, que se transformaría en soporte de la política latinoamericana de los Estados Unidos hasta hoy. “América para los americanos”. Este fue el lema que sintetizó el interés del poderoso vecino del norte por construir un valladar que frenara la intervención europea en el continente, mostrando un rostro generoso a Nuestra América, presentándose como su protector. Sin embargo, en corto tiempo, la expresión que identifica a la doctrina se iría acercando más a “América para los estadounidenses”. El punto de inflexión que dejó clara la verdadera intención de control y dominio en la región por parte de los Estados Unidos y reflejó ese giro, se ubicaría en el Congreso Anfictiónico realizado en Panamá en junio de 1826, convocado por Simón Bolívar, cuyo fin era reunir a todas las naciones de Nuestra América, ante lo cual los Estados Unidos vislumbraron tempranamente el problema que la integración latinoamericana podría ocasionar a sus planes expansionistas, concibiendo como proyecto alternativo unos años después, inspirado en la Doctrina Monroe, el panamericanismo, enunciado en la Conferencia Internacional de Washington, sobre cuyas reales pretensiones advertiría oportunamente Martí en una crónica temprana de 1889, en el periódico La nación, de Buenos Aires: “Jamás hubo en América, de la independencia acá, asunto que requiera más sensatez ni obligue a más vigilancia, ni pida examen más claro y minucioso, que el convite que los Estados Unidos potentes, repletos de productos invendibles, y determinados a extender sus dominios en América, hacen a las naciones americanas de menos poder, ligadas por el comercio libre y útil con los pueblos europeos, para ajustar una liga contra Europa y cerrar tratos con el resto del mundo”.[3]

En rigor, según muestra la historia de las relaciones interamericanas, la Doctrina Monroe alcanza su plena expresión y toma cuerpo acabado como parte del proceso de tránsito del capitalismo norteamericano, de su fase de libre competencia a la imperialista, que llevaba consigo el auge de las prácticas neocoloniales. En un inicio procuró mostrarse con la coherencia que presuntamente la imbuyó, presentándose más bien como una declaración altisonante, en defensa de los procesos de independencia de los países latinoamericanos, pero en condiciones en las que los Estados Unidos no contaban aún con recursos militares suficientes para sostenerla. Esa circunstancia determinó que durante cierto tiempo no fuera invocada ni calificada como doctrina en la retórica gubernamental, los debates legislativos ni por los medios periodísticos. No sería hasta dos décadas después de su aparición, que el presidente James Polk despertó por primera vez el discurso de Monroe, en su alocución del 2 de diciembre de 1845, con la finalidad de apoyar las pretensiones estadounidenses sobre Texas y el territorio de Oregón, así como para oponerse a supuestas maquinaciones británicas con relación a California, que en aquel entonces era una provincia mexicana. En 1850, el presidente Millard Fillmore acudió también al pronunciamiento de Monroe, ante la rivalidad norteamericana con los intereses británicos en Centroamérica.

Sin embargo, según consta en la referida historia de las relaciones entre las dos Américas, en no pocos episodios en los que las pioneras potencias coloniales europeas avanzaron acciones injerencistas, los Estados Unidos no invocarían dicha doctrina y pasarían por alto diversos hechos. Así sucedería con la ocupación de las islas Malvinas por parte de Gran Bretaña en 1833, el bloqueo de barcos franceses a los puertos argentinos entre 1839 y 1840, el bloqueo anglo-francés del río de la Plata de 1845 a 1850, la invasión española a la República Dominicana entre 1861 y 1865, la intervención francesa en México entre 1862 y 1865, la ocupación inglesa de la costa misquita(Nicaragua) y la ocupación de la Guayana Esequiba (Venezuela) por Gran Bretaña en 1855. De alguna manera, ello prefiguraba la situación creada en 1982 ante el reavivado conflicto por las nombradas Malvinas, en la que los Estados Unidos, en franca negación o abandono de los principios de la Doctrina Monroe, respaldaron a su aliado imperialista europeo. De modo que la hipocresía y el doble rasero tienen muy vieja presencia en la política latinoamericana de los Estados Unidos.

En este abreviado repaso, que pretende ofrecer un apretado y matizado panorama histórico, se imponen dos comentarios adicionales, expresivos del completamiento del espíritu inicial de la formulación de Monroe. Por un lado, conviene precisar que en 1880, haciendo bueno el propósito de que el Caribe y Centroamérica formaban parte de la “esfera de influencia exclusiva” de los Estados Unidos, el presidente Rutherford Hayes enunció un corolario de la Doctrina Monroe dirigido a “evitar la injerencia de imperialismos extra continentales en América”, para lo cual “los Estados Unidos debían ejercer el control exclusivo sobre cualquier canal interoceánico que se construyese”. Así establecían las bases geopolíticas de la posterior apropiación del canal de Panamá y excluían a las potencias europeas que pudieran competir por los mercados del Caribe y Centroamérica, dada la inmediatez de ambas subregiones a la frontera norteamericana. Por otro, vale la pena recordar algo que quizás es mucho más conocido: el corolario que con similar intención y mayor agresividad, emitió en 1904 el presidente Theodore Roosevelt, a raíz del bloque naval de Venezuela por potencias europeas a comienzos del siglo XX,  precisando que, “si un país europeo amenazaba o ponía en peligro los derechos o propiedades de ciudadanos o empresas estadounidenses, el gobierno estadounidense estaba obligado a intervenir en los asuntos de ese país” para “reordenarlo”, restableciendo los derechos y el patrimonio de su ciudadanía y sus empresas. Este corolario supuso, en realidad, una justificación mayor para la intervención directa de los Estados Unidos en Nuestra América, propiciando la no menos conocida política del Gran Garrote o Big Stick, que legitimaba el uso de la fuerza como medio para defender, supuestamente,  los intereses norteamericanos en el sentido más amplio. Así, se inauguraba el expediente de injerencia, control y dominio, basado en numerosas intromisiones políticas, diplomáticas y militares en todo el continente, complementarias de un sistema de dominación continental que respondía además a imperativos económicos y culturales del imperialismo. Con ambas adiciones, y especialmente con el Corolario Roosevelt, quedaría perfilada con una factura imperialista la piedra angular de la política latinoamericana de los Estados Unidos desde comienzos del siglo pasado. Por su diseño y concepción, permitía la articulación con otras iniciativas, de diferente cualidad —no pocas fracasadas—, que enriquecerían su cosecha de dominación a través del tiempo, como por ejemplo las llamadas Diplomacia del Dólar y de las Cañoneras, la política del Buen Vecino, la Alianza para el Progreso (ALPRO) y el Área de Libre de Comercio de las Américas (ALCA).[4] Entre ellas, las de mayor funcionalidad institucional serían las que nacieron durante la Guerra Fría como soportes instrumentales del Sistema Interamericano. Es el caso de la Junta Interamericana de Defensa (JID), el Tratado Interamericano de Defensa Recíproca (TIAR) y la Organización de Estados Americanos (OEA), a las que se sumaría decenios más tarde el mecanismo de las Cumbres de las Américas, cuya última edición evidenció los límites de su legitimidad.

De modo que la referencia a la Doctrina Monroe aporta un útil y didáctico ejemplo para una mejor comprensión del papel de las formulaciones ideológicas que sustentan la política exterior norteamericana, que en América Latina articula, de ayer a hoy, un sistema de dominación que aún es vigente, en circunstancias en las que Nuestra América vive, dos siglos después, importantes transformaciones, en un mundo cambiante.

El análisis de la dominación capitalista requiere tener en cuenta su multidimensionalidad (económica, política, social, educativa, cultural y simbólica). El campo económico y social del capital completa su fortaleza con su conversión en capital simbólico. Con ello se ha hecho de la enajenación mediático-cultural la norma de la vida contemporánea en las sociedades capitalistas, generando a la vez ilusiones y tensiones insolubles tanto en el centro como en la periferia del sistema. Así, la hegemonía se revela como lo que es: una praxis y un modo de pensamiento, una subjetividad, que se elabora desde las matrices ideológicas de los que dominan, imponiendo consensos. La aproximación teórica más gráfica para comprender el sistema de dominación continental de los Estados Unidos es la que propone Gilberto Valdés sobre el carácter múltiple de la misma. “Con la categoría de sistema de dominación múltiple —señala—, podremos visualizar el conjunto de formas de dominio y sujeción, algunas de las cuales han permanecido invisibilizadas para el pensamiento crítico”.[5] En su concepción, dicho sistema abarca las siguientes prácticas de: explotación económica y exclusión social; opresión política en el marco de la democracia formal; discriminación étnica, racial, de género, de edades, de opciones sociales, por diferencias regionales, entre otras; enajenación mediático-cultural; depredación ecológica.

      Como región, Nuestra América fue el primer ámbito geográfico, desde el punto de vista histórico, objeto de ese sistema, de la expansión territorial y económica, de las apetencias geopolíticas internacionales y de las incipientes manifestaciones del carácter propiamente imperialista de la política estadounidense. La región fue, además, la primera en inspirar, según se ha visto, una formulación doctrinal de política exterior, cuya expresión en el presente decenio, bajo el gobierno demócrata de Joseph Biden, mantiene plena vigencia. Tal atención tenía que ver con las precoces inquietudes de los Estados Unidos, aún antes de alcanzar su fase imperialista, por los procesos emancipadores locales y por los rivales europeos, entonces coloniales, en Nuestra América. Y es allí donde de nuevo, dos siglos después, se evidencia el accionar imperialista norteamericano dirigido a evitar y revertir las luchas independentistas, revolucionarias, anti neocoloniales y antimperialistas, junto a la disputa hegemónica con potencias de otras latitudes, como Rusia y China.[6]

Los verdaderos intereses a los que responde hoy como ayer ese accionar tienen que ver con un proyecto de dominación continental basado, en su sentido más amplio, y siguiendo el análisis de Lars Shoultz, en razones económicas, así como en imperativos geoestratégicos con connotaciones militares, y en la significación simbólica que desde el punto de vista ideológico coloca a la región en la órbita de lo que los Estados Unidos consideran, prácticamente desde la formación de la nación, como si fuese un apéndice de su propio territorio.  Al justificar la política hacia Nuestra América, es escamoteada la meta real de mantener la dominación y la hegemonía norteamericana, presentándose con eufemismo la defensa de la seguridad nacional de los Estados Unidos y de los países latinoamericanos como motivación de las acciones imperiales.[7] Ahí radica el soporte ideológico de la inserción de América Latina en las visiones y proyecciones internacionales norteamericanas.[8]

Una y otra vez aparece y reaparece el pretexto que afirma lo imperioso de defender ante presuntos enemigos externos la supuesta seguridad en el continente, como si la misma fuera un interés común entre los Estados Unidos y Nuestra América. En este sentido, se sigue presentando y definiendo a esta última no como sujeto de su propia seguridad, sino como objeto de la seguridad imperial norteamericana. No debe perderse de vista esta importante precisión, toda vez que bajo esa ecuación se reproduce, una y otra vez, el lugar y papel asignado al ámbito latinoamericano en el tablero geopolítico internacional imperialista.

América Latina se inserta hoy con protagonismo en el proceso de transición hegemónica global que está teniendo lugar, definido por la declinación relativa estadounidense y el ascenso de potencias como las mencionadas, China y Rusia, cuyo dinamismo geopolítico y geoeconómico incluye nuevos posicionamientos que rivalizan con la tradicional presencia e influencia norteamericana en la región.[9] Los cambios que se están generando en el sistema-mundo capitalista se expresan en el actual mapa latinoamericano como factores internacionales que hacen aún más complejo el escenario de transformaciones operadas en las correlaciones de fuerzas políticas desde finales del siglo XX e inicios del XXI, condicionando tanto a los Estados como a los gobiernos, sus proyecciones de desarrollo, las luchas por el poder y los procesos de concertación e integración regional. En ese contexto, los gobiernos progresistas o de izquierda, con respaldo popular, surgidos de procesos electorales amparados en las reglas de la democracia liberal representativa burguesa, han generado una intensa reacción por parte del imperialismo estadounidense y las oligarquías latinoamericanas, con el empeño de lograr su reversión y derrocamiento. Es una nueva expresión del viejo conflicto entre revolución y reforma, entre revolución y contrarrevolución.[10] Los Estados Unidos reivindican en ese marco, terminada la Administración Trump y en curso la de Biden, la Doctrina Monroe y se disponen a recuperar lo que aprecian como terreno perdido en la región, intentando manejar la creciente presencia china y rusa, así como quebrar los esfuerzos por lograr la unidad latinoamericana.[11]

La disputa que llevan a cabo los Estados Unidos en Nuestra América frente a China y Rusia, desde luego, no solo es comercial, sino ante todo, geopolítica, y también tecnológica, lo que afecta de un modo u otro al sistema internacional en su conjunto. Así, el documento Estrategia de Seguridad Nacional 2017, presentado por Trump, destacaba la preocupación respecto al avance de China y Rusia como actores de peso, calificándoles como “potencias revisionistas” que “modifican la balanza de poder”, lo cual implica “consecuencias globales y amenazas a los intereses de los Estados Unidos”. Señalaba que China “busca poner a la región en su órbita a través de inversiones y préstamos” y que Rusia, prosigue con “sus fallidas políticas de la Guerra Fría” apoyando a Cuba. Expresaba que ambos países sostenían al “dictador de Venezuela, buscando expandir sus vínculos militares y venta de armas alrededor de la región”. Junto a Nicaragua, se les consideraba como integrantes de una “troika de las tiranías”, que ponía en peligro la democracia en el continente, por lo que debían ser neutralizados.

En las acciones prioritarias del ámbito de seguridad y militar referido al continente, declaraba que los Estados Unidos debían “construir sobre esfuerzos locales y fomentar: a) las culturas de legalidad para reducir el crimen y la corrupción; b) apoyar esfuerzos locales para profesionalizar la policía y otras fuerzas de seguridad; c) reforzar la autoridad de la ley y emprender reformas judiciales; d) mejorar la información compartida para apuntar a líderes corruptos y desbaratar el tráfico ilícito”.[12] Quedaba claro, así, que los intereses e intenciones de los Estados Unidos impactaban las relaciones inter latinoamericanas e incluso, más allá, la política exterior de los Estados latinoamericanos hacia otras regiones del mundo, como las de Europa y Asia.

Como continuidad de esa pauta, tanto la Guía estratégica interina de seguridad nacional, emitida por el gobierno de Biden en marzo de 2021, como la Estrategia de Seguridad Nacional, dada a conocer en octubre de 2022, evidencian vasos comunicantes y puntos comunes con la de Trump.  Por ejemplo, en el documento más reciente se señala a China como “principal retador” en la arena geopolítica mundial y a Rusia como “país peligroso” a controlar.

Miradas cruzadas: la teoría leninista del imperialismo y el realismo político

El siglo XXI nace bajo el signo de trascendentes cambios geopolíticos internacionales, a partir de la confluencia de dos procesos de alcance global: la resaca acumulada al “terminar” la Guerra Fría, diez años antes, y las repercusiones de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. El entrecruzamiento de ambos acontecimientos refuerza el lugar y papel mundial de los Estados Unidos, en la medida en que se consolidan como centro del imperialismo, al recuperarse en buena medida de la crisis hegemónica experimentada en los decenios anteriores. Aquí se impone otra precisión relevante: a pesar del debate teórico en los estudios internacionales acerca de la declinación o restauración de su poderío —lo cual se asume, a menudo, en términos absolutos—, lo cierto es que los Estados Unidos siguen siendo la única superpotencia mundial, dado que a nivel internacional no existe un contrapeso efectivo total a su superioridad general, resultante de la conjugación de sus recursos económicos, políticos, militares, científico-técnicos e ideológicos[13]. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, dicho país ha mantenido, entre crisis y recuperaciones, el liderazgo del sistema imperialista mundial, estableciendo coordinaciones y subordinaciones con las otras potencias, como las de Europa y Japón, que conforman ese sistema. En ese contexto, los esfuerzos de los tres presidentes que han gobernado ese país durante las dos décadas transcurridas en el presente siglo, sin contar el actual —George W. Bush, Barack Obama y Donald Trump—, han logrado, entre errores, fracasos, aciertos, aprendizajes, continuidades y cambios, restructurar la dominación imperial a escala global y continental.

Entre las direcciones regionales de esa estrategia, es en el espacio latinoamericano donde se han presentado las principales preocupaciones e intereses estadounidenses, constituyendo el principal factor internacional o externo que modula y determina las estructuras de dominación en el continente. Desde el siglo XIX, la región no sólo motivó la Doctrina Monroe, en 1823, sino que fue en ella donde se produjo la primera acción directamente unilateral, injerencista y belicista, basada en el ideario del Destino Manifiesto, al despojar a México, en 1848, de relevantes territorios, y la que condujo, mediante la primera guerra propiamente imperialista, en 1898, con la  cual, según indicara Lenin, el capitalismo norteamericano arribaba a una nueva fase, al alcanzar los Estados Unidos su condición de potencia imperialista. Fue ese el gran punto de inflexión en la inserción histórica de América Latina en las relaciones internacionales. Los Estados Unidos establecían, así, al terminar el siglo XIX y nacer el XX, las bases y las pautas de lo que sería su sistema de dominación continental, teniendo como columna vertebral al monroísmo.[14]

Las condiciones actuales, transcurridos los dos primeros años de la tercera década del XXI, exigen nuevas aproximaciones teóricas y metodológicas en los estudios internacionales, habida cuenta de las características que muestra el imperialismo como sistema de dominación transnacional con epicentro en los Estados Unidos, y sus implicaciones para Nuestra América. En este sentido, en el estudio del dinamismo de América Latina y del impacto que en ella tiene la restructuración del sistema de dominación estadounidense, en medio de un reacomodo geopolítico global, resulta fecundo y útil acudir a la teoría marxista del imperialismo y pensar en la identificación de puntos de contacto y en la complementariedad entre ella, particularmente en su versión leninista, y la teoría realista de la política internacional, especialmente en su vertiente  neorrealista.[15] Sobre esa base, se podría avanzar hacia una síntesis teórica entre ambas corrientes de pensamiento en el campo de los estudios internacionales, lo cual es particularmente relevante para la investigación del entramado latinoamericano, tanto en una visión de conjunto como atendiendo a los países y subregiones que lo integran, a sus políticas exteriores y en especial, a sus relaciones con los Estados Unidos.

La teoría leninista del imperialismo constituye un referente indispensable para el estudio riguroso de la política exterior de cualquier Estado imperialista[16].  Pero si bien establece un marco conceptual básico y general, no es suficiente para el estudio especializado de la política exterior de los Estados, sobre todo para comprender o interpretar sus variaciones en el tiempo, entre otras razones, porque este fenómeno no ha sido nunca su centro de atención específico. Desde ese punto de vista, es pertinente reflexionar y trabajar en esfuerzos académicos plurales, ecuménicos, que conjuguen las perspectivas marxistas especializadas en campos de las ciencias sociales —como los de la historiografía, sociología, ciencias políticas y la disciplina de las relaciones internacionales—  junto a otros enfoques que presentan aportes valiosos, provenientes de otras escuelas de pensamiento, como, en particular, el del realismo político y, en especial, de su corriente neorrealista.

El neorrealismo ha desarrollado un cuerpo teórico especializado en los campos de la política internacional y de la política exterior que no ha enfrentado alternativas a su misma altura, y que puede ser apropiado desde la perspectiva y en función de los intereses y proyectos de los países periféricos. Así, parecería alcanzable una conjugación o conciliación de sus planteamientos dentro de una cosmovisión teórica marxista, de modo general, y leninista, de manera particular, en lo que tiene que ver con las interacciones interestatales en las condiciones del imperialismo.

Los puntos de contacto entre la teoría leninista del imperialismo y el neorrealismo, más allá de sus diferencias y especificidades, son visibles. Ambas perspectivas, al analizar la política internacional, son Estado-céntricas y le conceden la debida importancia a la correlación internacional de fuerzas (o distribución relativa del poder) entre las principales potencias, así como a los condicionamientos, presiones y restricciones que esto impone a la política exterior de los Estados y a las interacciones entre ellos. Las dos visiones tienen un tronco común, consistente en enmarcarse ambas dentro de un permanente contrapunteo con la tradición del idealismo internacionalista.

En las concepciones de Lenin sobre el papel del Estado, así como en su comprensión sobre las relaciones internacionales de la época se advierte una mirada realista, al conferirle su lugar a la conflictividad internacional entre las principales potencias imperialistas. Y llama la atención que un exponente del neorrealismo como Kenneth Waltz le dedicara un importante espacio a las teorías sobre el imperialismo de Hobson y de Lenin. Aunque cuestiona las concepciones de ambos como teorías de la política internacional, Waltz, en buena medida, los tiene en cuenta, así como a otros autores posteriores con formación o influencia marxista, para construir su propia teoría.[17]

Un proceso de acercamiento y complementariedad dialéctica entre la teoría leninista del imperialismo (en particular la visión de la política internacional que de ella se deriva), y el aparato conceptual del neorrealismo, tendría implicaciones metodológicas y prácticas de gran importancia para el estudio de la política estadounidense hacia nuestra región. Podría ser muy útil, por ejemplo, para evitar caer en el enfoque que le atribuye un carácter especialmente perverso a la clase dirigente estadounidense y a sus motivaciones de política exterior, así como para sortear la mirada simplificadora, esquemática, que personifica dicha política en sus presidentes, sea este un W. Bush, un Obama, un Trump o un Biden, lo que conduce a descuidar o desviar la atención de los factores esenciales, estructurales y sistémicos que determinan la proyección imperialista de ese Estado.

Y es que tanto la teoría leninista del imperialismo como el neorrealismo consideran, junto al dinamismo interno de las realidades nacionales, que le confieren un papel activo a países como sujetos políticos, el rol de los condicionamientos de las relaciones internacionales. De esta manera, con la posible conjugación o síntesis entre la teoría leninista del imperialismo y el neorrealismo, se contaría tanto en los estudios sobre los Estados Unidos y su política exterior como sobre América Latina —sus procesos internos y sus proyecciones internacionales—, con un mayor rigor teórico e investigativo.

    La restructuración del sistema de dominación y sus componentes

Desde el punto de vista histórico, el proceso que sigue a la Segunda Guerra Mundial le imprime al imperialismo contemporáneo su fisonomía como sistema internacional que, sobre la base de tales rasgos, coloca su epicentro en los Estados Unidos, exhibiendo una rápida consolidación de su hegemonía. Desde entonces, ella se manifiesta —entre rivalidades interimperialistas, contradicciones globales, competencias productivas y tecnológicas, conflictos bélicos y redes de alianzas—, con una definida proyección geopolítica, ampliando su radio de influencia por los espacios más diversos: geográficos, económicos, políticos, militares, ideológicos, culturales, y en períodos más recientes, cibernéticos y aeroespaciales. En ese marco, tan importante como la identificación de los amigos y aliados del imperialismo norteamericano, son las percepciones de amenaza ante los que se consideran como enemigos, reales o no, en cuya construcción simbólica es determinante el rol de la ideología, como activo factor subjetivo que fundamenta la visión geopolítica con la que se posiciona en el sistema internacional.

En correspondencia con ello, la condición hegemónica de los Estados Unidos, como expresión multidimensional que alcanza en el citado contexto posbélico, es integral y dinámica. Se manifiesta con ritmo creciente en los espacios mencionados, alcanzando su plenitud en menos de un decenio. Tanto al interior de la nación norteamericana como en sus relaciones externas impera un consenso que se materializa través de una diversidad de aparatos ideológicos del Estado, que incluyen instituciones educativas y culturales, medios de comunicación, organizaciones sociales, cuyo accionar conjunto propicia dinamismo mediático-propagandístico, optimismo sociocultural, desarrollo de alianzas diplomáticas y militares internacionales, expansión ideológica y auge económico-financiero.

Las nuevas codificaciones acerca de la “amenaza”, que se estructuran bajo la Guerra Fría, a finales del decenio de 1940, sustituyen el peligro fascista por el comunista, erigiéndose la confrontación geopolítica en un mundo bipolar, entre el “Este” y el “Oeste”, en la cosmovisión de la política exterior norteamericana, cuya narrativa jerarquiza la importancia de defender la seguridad nacional, concebida como pretexto y función de la dominación internacional. Ese complejo y contradictorio proceso ideológico condiciona —y a la vez, es resultado de— una profundización creciente de la condición hegemónica de los Estados Unidos o para expresarlo con mayor exactitud, del imperialismo norteamericano. En la medida en que se afirma el consenso doméstico —aportando argumentaciones y justificaciones de aceptación general en la opinión pública, como se manifestó con el macartismo en los años de 1950—, se convierte en fuente de legitimidad de las políticas en curso, sin que aparezcan dentro de esa sociedad límites morales o legales trascendentes en su despliegue. Esa legitimación posee un valor agregado. Y es que el establecimiento y reproducción del consenso, toda vez que expresa los intereses de una clase dominante, es el resultado político de la legitimación ideológica del poder del Estado, impregnando la conciencia de las clases dominadas y propiciando también legitimidad a las proyecciones externas. Según la interpretación gramsciana, la clase dominante en el imperialismo ejerce su poder no sólo por la coacción, sino porque logra imponer su visión del mundo a través de los mencionados aparatos ideológicos del Estado, como la escuela y los medios de comunicación, que junto a otras entidades, como la familia y la religión, garantizan el reconocimiento y la internalización de su dominación por las clases dominadas. Se trata del proceso de conformación de consensos para asegurar su hegemonía, incorporando algunos de los intereses de las clases oprimidas y grupos dominados.

La mejor expresión de la hegemonía, o su momento de mayor eficiencia, es cuando no necesita estar acorazada de coerción[18]. Ese sería caso de la cosecha interna del macartismo, que actuó como cemento del anticomunismo en la política exterior. Las concepciones acerca de la percepción del enemigo que respaldaron la intolerancia, la violencia y el belicismo, se tradujeron en la aplicación de instrumentos de dominación como los diplomáticos basados en la amenaza del uso de la fuerza y en presiones jurídicas, los militares, que conllevaban establecimiento de bases, incremento presupuestario en función de la defensa y la seguridad junto a modernización de armamentos, y los ideológicos, articuladores eficaces de una cultura mesiánica y de superioridad que justificaba, a través de los medios de comunicación, la universalidad simbólica del american way of life y la lucha contra todo comportamiento que se considerase como antinorteamericano. Un proceso de similar naturaleza reaparece luego de los atentados del 11 de septiembre de 2001, según ya se ha analizado, al ocupar la amenaza terrorista el sitio que antes correspondía a la comunista.

Estas precisiones son relevantes en la medida que, en las condiciones actuales del imperialismo norteamericano, tiende a ser más frecuente y cotidiana, en su actuación interna y externa, la dominación que la hegemonía. Según lo señalara Lenin, el viraje de la democracia a la reacción política constituye la tendencia política del imperialismo, tanto en la política exterior como en la interna.[19]

Desde que comienza el siglo XXI, el sistema de dominación imperialista procura ajustarse a las circunstancias cambiantes del sistema internacional, que difiere bastante del que existía en la época en que Lenin caracterizó al imperialismo, en los primeros decenios del siglo XX. Y es que teniendo en cuenta el condicionamiento histórico de todo proceso social, el imperialismo no es un fenómeno estático, sino dinámico. La realidad en el presente siglo es otra, definida por los efectos acumulados de dos guerras mundiales, de varias fases en el desarrollo de revoluciones científico-técnicas, de profundos cambios políticos y culturales, acompañados de la globalización neoliberal y de sucesivas crisis, entre otros fenómenos que han transformado al modo de producción capitalista, impulsando nuevas relaciones sociales y desarrollando las fuerzas productivas. Su lógica de funcionamiento no es la misma desde el punto de vista de la forma, pero en cuanto a su esencia sí lo es. También lo es la ideología que justifica su existencia, los actores o sujetos que la dinamizan y los resultados de las relaciones de dominación y hegemónicas, de opresión, explotación y control que lleva consigo la actual geopolítica imperialista. El sistema de dominación que construye no puede sino establecerse y desarrollarse a partir del ejercicio del poder en todos los espacios mencionados, recargando el armamento geopolítico con concepciones e instrumentos actualizados, como parte de una recurrente restructuración de ese sistema, a los efectos de renovar y perfeccionar su eficiencia.

Como se apuntó con anterioridad, el sistema de dominación ha sido objeto de reajustes, con el propósito de dotarle de mayor funcionalidad, en consonancia con las condiciones imperantes en cada momento histórico y procurando conjugar los dos mecanismos referidos. Con ello, el imperialismo ha ido cargando y recargando su armamento geopolítico. En el presente este accionar alcanza sus mayores expresiones. Desde la crisis centroamericana en la década de 1980, cuando la Administración Reagan combinó los instrumentos militares en la guerra contrainsurgente en Nicaragua y El Salvador con métodos ideológicos, psicológicos y mediáticos, al introducir el concepto de “tercera frontera” o “frontera sur” y al calificar a la contrarrevolución como freedom fighters, o cuando el gobierno de Bush, padre, descreditó a finales de ese mismo decenio la imagen de Panamá como nación y la de su liderazgo presidencial, convirtiendo en indefendible la situación allí y en legítima e imprescindible la invasión militar estadounidense, el arsenal geopolítico del imperialismo quedaría dotado del mejor suministro material y espiritual. Sirva este ejemplo como botón de muestra de una de las tantas acciones que reflejan la miscelánea señalada.

Ahora bien, más allá de ese ejemplo, viene al caso examinar, si bien de forma muy sucinta, el itinerario histórico seguido por los Estados Unidos en sus esfuerzos de restructuración del sistema de dominación continental.[20]

El primero de esos momentos data de finales del siglo XIX, cuando los Estados Unidos intentaron, sobre la base de la concepción expresada en la Doctrina Monroe, ampliando su sentido con las ideas que cristalizan en el cuerpo doctrinal del panamericanismo, sentar las bases del llamado Sistema Interamericano, con la celebración de la I Conferencia Internacional de las Repúblicas Americanas, entre  1889 y1890, y la Conferencia Monetaria de las Repúblicas de América, de 1891, sobre cuyos objetivos de dominación continental alertó tempranamente José Martí. Este esfuerzo prematuro fue frustrado, debido al peso de Inglaterra como potencia neocolonial prevaleciente en aquel contexto en Nuestra América.

El segundo tuvo lugar a raíz de la Gran Depresión de 1929-1933, la cual destruyó el imperio neocolonial inglés al sur del río Bravo. Este fue otro precoz y malogrado intento a causa de que, si bien había desaparecido la competencia imperialista extracontinental, los Estados Unidos aún carecían de la fuerza política y económica suficiente para vencer el rechazo de América Latina a someterse a su dominación.

El tercero se produjo en el momento en que los Estados Unidos emergieron hegemónicos de la Segunda Guerra Mundial y promueven el surgimiento de la Guerra Fría, que entre otras cosas operó como mecanismo de presión norteamericano para retomar el amago inicial inconcluso de conformar el Sistema Interamericano y completar su construcción, aportándole sus ejes ideológicos (las concepciones del anticomunismo y la doctrina de seguridad nacional) e instrumentales (las instituciones diplomáticas, militares y económicas). Este intento tropieza con un obstáculo que obliga al imperialismo a reconsiderar su formulación: el triunfo de la Revolución Cubana, cuyo ejemplo propicia la apertura de una etapa de luchas populares en el continente, que da lugar a acciones dirigidas a neutralizar esa situación, como la Alianza para el Progreso y la acompañante contrainsurgencia, cuya combinación y complementación se plasma en las ulteriores fórmulas de la Guerra de Baja Intensidad y la  Estrategia de Dominación de Espectro Completo.[21]

El cuarto transcurrió en la coyuntura creada por la desintegración de la Unión Soviética y el derrumbe del bloque en Europa del Este, con el consiguiente fin de la bipolaridad geopolítica mundial de la segunda posguerra. En la creencia de que las fuerzas revolucionarias, de izquierda y progresistas estaban derrotadas, total y definitivamente, tanto en el mundo en general, como en América Latina, en 1989, el imperialismo norteamericano inició una reestructuración y revitalización integral de su sistema de dominación continental, bajo la sombrilla del despliegue de la globalización neoliberal.

El quinto tuvo lugar a partir del progresivo despliegue de los tendencias progresistas y emancipadoras, promotoras de proyectos de izquierda e incluso, en unos casos con ribetes revolucionarios a nivel más retórico que factual, que llegan al gobierno a través de procesos electorales, dentro del marco de las reglas de la democracia representativa burguesa, lo cual si bien limita el radicalismo de sus transformaciones, constituyen desafíos para los Estados Unidos, que de inmediato proceden a  una nueva restructuración del sistema de dominación. Este reajuste, iniciado a comienzos del actual siglo, conlleva diversas modalidades, utilizando unilateralmente en unos casos, como durante las Administraciones de W. Bush y Trump, la línea dura, y en otros conjugándola con el otro mecanismo, como lo asumió el gobierno de Obama, aplicando formatos novedosos, como el que llevó a cabo con los golpes de Estado de apariencia democrática, apelando a fórmulas legislativas y judiciales, y con los procedimientos empleados en Brasil, que en su conjunto inauguraban una etapa marcada por el lawfare, las fakenews y priorizaban las acciones dirigidas a desacreditar la imagen de los liderazgos antimperialistas y a su procesamiento penal.

A lo largo del proceso que se ha esbozado, la espina dorsal de ese esqueleto  radica en el entretejido de enfoques, conceptos y herramientas que articula, desde la Doctrina Monroe, el sistema interamericano, el cual viene a ser el escenario o estrado en el que se monta, cual retablo teatral, la puesta en escena correspondiente a cada uno de los momentos descritos, con sus versiones renovadas y reajustadas, que según los casos, incorporan personajes, diálogos y narrativas, inclinando el guion de la dramaturgia geopolítica hacia la dominación o la hegemonía. En ese sentido, se advierten determinadas invariantes, que asumen ropajes diferentes, según las diferencias de contextos y retos que enfrente la política latinoamericana de los Estados Unidos. Por eso no se debe considerar al sistema de dominación continental como un sinónimo del sistema interamericano. El primero incluye al segundo, en tanto eje estable articulador y componente que le imprime, si se quiere, la coherencia y organicidad al aparato de control y dominio en su conjunto, pero también contempla componentes más específicos, que se presentan con variaciones de formato, a veces hasta de manera efímera, siendo superados o sustituidos por otros, con funciones similares y mejoradas.[22] A riesgo de esquematizar, con la intención de precisar y esclarecer lo planteado, se pudieran identificar los siguientes componentes, en calidad de soportes estables:

  • Un componente político, conformado por los ideales fundacionales de la nación y el sistema de gobierno de los Estados Unidos, a partir del cual se define, desde la formalización del Monroísmo y el Panamericanismo, el diseño y construcción del sistema interamericano, incluido el Corolario Roosevelt, la diplomacia del dólar y las cañoneras, el Gran Garrote y la Buena Vecindad,  las concepciones del anticomunismo, la doctrina de seguridad nacional, e instrumentos institucionales como los provistos por la JID, el TIAR, la OEA. Entre los diversos mecanismos que pueden mencionarse, en los años de 1980 se encuentran el desarrollo de las prácticas de la llamada Diplomacia Pública, los programas de promoción de la democracia impulsados por la National Endowment for Democracy (NED) y la U.S. Aid for International Development (USAID); la renovación de la OEA, reestructurada y relanzada en los años de 1990, junto al mecanismo de las Cumbres de las Américas, iniciado en ese mismo período, y a la implantación de “democracias” neoliberales, sometidas a mecanismos transnacionales de imposición, control y sanción de «infracciones», bajo la sombra del Consenso de Washington, que da paso a la avalancha del neoliberalismo, que aún persiste.
  • Un soporte económico, consistente en el sistema establecido al calor de los Acuerdos de Bretton Woods, basado en entidades como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), en cuyo marco nacerían iniciativas como la fracasada ALPRO en los años de 1960, o el frustrado intento de crear el ALCA, acompañado de la firma de Tratados de Libre Comercio (TLC), bilaterales y subregionales, que han mantenido su presencia y funcionalidad.
  • Un cimiento militar, que con el TIAR como telón de fondo comprende al extenso y diseminado sistema de bases y operaciones militares, que contó con el establecimiento de la Escuela de las Américas en un país del continente, como Panamá, donde radicó durante muchos años hasta su traslado a territorio estadounidense, junto al Comando Sur y la IV Flota, que luego de un tiempo de paréntesis fue restablecida y que en la actualidad siguen actuando.
  • Un pilar cultural, basado en la difusión, penetración y reproducción del pensamiento único como pilar articulador de nuevos horizontes de sentido, desmovilizador de las aspiraciones y acciones de los movimientos populares, organizaciones de la sociedad civil y partidos con orientaciones de izquierda, progresistas, que criminaliza la imagen de las fuerzas revolucionarias y antimperialistas, así como de gobiernos emancipadores, como complemento de los procesos de cooptación política, catalizador de miradas nacionalistas y etnicistas estrechas, promotor de valores ajenos a la identidad latinoamericana, obstaculizador de la unidad y de los procesos de integración continental. Establecido este pilar desde la segunda posguerra, la ampliación de la penetración cultural ha sido creciente y potente, impregnado todos los espacios de la vida material y espiritual, a través de una verdadera inundación de bienes de consumo, que se unen el ideal de democracia que les acompaña y transforman los imaginarios, bajo el efecto de la industria del entretenimiento y la llamada cultura de masas, a lo que se suma en fechas más recientes la profusión de las fake news y el protagónico papel subversivo de las redes sociales. En la actualidad, los espacios digitales, cibernéticos, se han convertido en escenarios de intensa lucha ideológica, información y desinformación.

  

 Consideraciones finales

El panorama latinoamericano ha cambiado de manera muy dinámica durante los dos decenios que han trascurrido en el siglo XXI, bajo la influencia de los factores internacionales que han tenido y tienen un profundo impacto, en el marco de la disputa geopolítica y geoeconómica continental. En ese marco, se agita a la vez el dinamismo interno en el continente, a partir de que diversos países han procurado ampliar y diversificar sus relaciones internacionales, cuestionan a la OEA, desconfían de las promesas del actual gobierno de los Estados Unidos, respaldan a la Revolución Cubana y condenan al  bloqueo, en un contexto de cambios en la reconfiguración de poder global, de relativa declinación hegemónica imperialista y de nuevos ímpetus por parte de las dos potencias extracontinentales referidas a lo largo del análisis

En el diseño de la estrategia de los Estados Unidos hacia América Latina, el conflicto con Cuba ha sido y es una pieza funcional. El imperialismo le concede tratamientos singulares a cada situación y país según lo que cada caso le tribute a la intención, hoy como ayer, de debilitar y derrocar el proceso revolucionario en la Isla, más de sesenta años después de su triunfo. En un cuadro como ese es que adquiere sentido la ofensiva contra Venezuela, como parte de un diseño que contempla a Nicaragua junto a la Isla, como casos críticos priorizados, dentro del panorama regional más amplio de cambio, en la correlación de fuerzas entre la izquierda y la derecha. Con Obama esa estrategia cosechó lo que no logró W. Bush, en el sentido de propiciar el cambio de rumbo en los procesos progresistas, emancipadores, antimperialistas y revolucionarios en la región, a partir del golpe de Estado de nuevo rostro, el 28 de junio de 2009, en Honduras, al desarrollarse, refinarse y aplicarse, en una nueva combinación, los métodos subversivos, que desde entonces enfatizan los de carácter judicial, legislativo, mediático, junto a los tradicionales de guerra económica, cultural, psicológica, presión diplomática y militar. La ofensiva norteamericana prioriza —utilizando concepciones novedosas y otras viejas, remozadas, apoyadas por un arsenal cada vez más amplio de instrumentos de dominación—, el empeño por profundizar los retrocesos de los procesos antimperialistas que se afianzaron, procurando la obstaculización y regresión de las experiencias de integración, cooperación y concertación, como las de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). Ha acompañado esa vertiente la revitalización del viejo sistema interamericano, sobre todo procurando acudir al papel de la desacreditada OEA, así como al TIAR y a las Cumbres de las Américas, aunque cada vez se hacen más visibles su ineficacia e ilegitimidad. Queda claro que la política latinoamericana de los Estados Unidos sigue las recetas del panamericanismo, cada vez más agotado, y sostenida por esa piedra angular, que es la envejecida y gastada, pero todavía adormecedora y manipuladora, Doctrina Monroe.

El paisaje continental es muy heterogéneo y su futuro es incierto, en medio de las consecuencias de la pandemia de la COVID-19 y de una crisis mundial. Por una parte, impresiona la capacidad de resistencia de Venezuela y Cuba ante la desbordada beligerancia estadounidense, lo cual motiva un variado concierto de voces, que expresan coincidencias y discrepancias. Por otra, se aprecia un caso como el de México, que se orienta con autonomía, compromiso y firmeza en un ejercicio de defensa de su soberanía, recuperando su tradicional mirada exterior hacia el Sur, confrontando con inteligencia las presiones de los Estados Unidos, en tanto que otros, como los de Colombia y Brasil, cuyos gobiernos hasta fechas bien recientes se insertaban con docilidad, entreguismo y beneplácito en la estrategia imperialista, manifiestan un giro político a partir de los últimos resultados electorales, que despiertan expectativas de progreso y emancipación.

En cuanto a la ubicación y el papel específico de los Estados Unidos en el sistema de dominación mundial, con implicaciones para las regiones del Tercer Mundo, como América Latina, Samuel Pinheiro Guimarães ha señalado que “en el centro de las estructuras hegemónicas se encuentran las grandes potencias y, dentro de ellas, la superpotencia (los Estados Unidos), el único Estado con intereses económicos, políticos y militares en todas las áreas de la superficie terrestre, en la atmósfera y hasta en el espacio sideral, y el gran responsable por la creación de las estructuras hegemónicas que lideran. Así, el examen de los objetivos de la política exterior norteamericana desde la última posguerra es esencial para comprender el escenario internacional, la evolución de las grandes tendencias y la acción de las estructuras hegemónicas”.[23]

Lo planteado posibilita resumir las bases y las pautas que han caracterizado, de manera general y esencial, el desenvolvimiento histórico y estructural de la cosecha del monroísmo que nutre a la política latinoamericana de los Estados Unidos y sus expresiones actuales, en la tercera década del siglo en curso, que articulan la dominación y la hegemonía (agrietada) del imperialismo contemporáneo.

En la actualidad se reitera un dilema recurrente. ¿De qué se trata? De si, una vez más, el gobierno norteamericano considerará a la región en un segundo o tercer nivel de atención, con cierto descuido, con pocas referencias en la retórica discursiva oficial, tal y como se sintetiza en el concepto eufemístico extendido en la latinoamericanística, con una “negligencia benigna”. O de si, aunque no lo haga de manera totalmente explícita y directa, dicho gobierno la asumirá a partir de urgente redefinición en el sistema de dominación estadounidense o sea, atendiendo a los imperativos de la geopolítica imperialista, que condujeron a que América Latina inspirara prematuramente el monroísmo como primera formulación doctrinal y estratégica, de política exterior, aun hallándose el capitalismo norteamericano, según se ha explicado, en su fase pre monopolista, como anticipación histórica de la lógica del imperialismo. En tal reconsideración, es indudable que la relación de los Estados Unidos con Cuba seguirá siendo una pieza funcional necesaria, fundamental, en su política latinoamericana.  Lo más probable que esta sea la pauta que siga la Administración Biden durante lo que resta de su primer o único mandato, como parece confirmarlo la IX Cumbre de las Américas realizada en junio de 2022, la más ilegítima de todas, aunque los recientes reacomodos en el tablero político de la región, a partir de los últimos procesos electorales, inclinen la balanza en favor de las fuerzas progresistas, emancipadoras y de izquierda, cuya persistencia o volatilidad se confirmará en 2023, mientras  la citada Administración demócrata avance, retroceda o se estanque en su tercer año, con vistas a su eventual reelección, entre indefiniciones y contradicciones, junto a un probable realineamiento en el Partido Republicano, bajo la sombra de Trump. Más allá de lo que muestran numéricamente las recientes elecciones de medio término, de los predominios de uno u otro partido en el Congreso y en las gobernaturas estaduales, lo cierto es que ninguno de ellos exhibe unidad interna, una agenda atractiva viable ni un liderazgo descollante de cara a la aún lejana contienda presidencial de 2024.

Podría concluirse afirmando, con el riesgo de la esquematización, que en el balance entre cambio y continuidad, en lo concerniente a concepciones e instrumentos de dominación cobijados bajo la Doctrina Monroe, transcurridos doscientos años de su formulación, sobresale lo segundo. Ello tiene lugar mientras transcurren procesos en Nuestra América, en los que los resultados electorales y tensiones en determinados países parecen reorientar de nuevo el rumbo, sin descartar que un mundo mejor, es posible.  La visualización del futuro es un ejercicio complejo. Es difícil discernir entre el rango real de los cambios y las apariencias, entre procesos fugaces y perdurables. ¿Podrá el imperialismo norteamericano mirar alguna vez a Nuestra América sin los lentes del monroísmo?

 

[1] Raúl Castro Ruz: Discurso en la XV Cumbre Ordinaria del ALBA-TCP, celebrada en Caracas, el 5 de marzo de 2018. En Granma, La Habana, 11 de marzo de 2018.

[2] Lars Shoultz: Beneath the United States. A History of U.S. Policy toward Latin America, Harvard University Press, Cambridge, 1998.

[3] José Martí: Obras Completas, Editorial Nacional de Cuba, La Habana, 1962. Tomo 16, p. 61.

[4] Luis Suárez Salazar: Madre América. Un siglo de violencia y dolor, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2007.

[5] Gilberto Valdés Gutiérrez: Posneoliberalismo y movimientos antisistémicos, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2009, p. 14.

[6] Véase Wolf Grabendorff: “América Latina en la era Trump ¿Una región en disputa entre Estados Unidos y China?”, en Nueva Sociedad, Nº 275, mayo-junio, Buenos Aires, 2018.

[7] Es imprescindible tener presente las distinciones y relaciones establecidas por Gramsci, ampliamente conocidas. Véase Antonio Gramsci: Antología, Editorial Siglo XXI, México, 1976.

[8] Véase Jorge Hernández Martínez: “Obama, América Latina y el nuevo ropaje del imperio”, en Cuba Socialista, 4ta. Época, No. 2, CCPCC, mayo-agosto, La Habana, 2016.

[9] Véase Alejandro Frenkel y Nicolás Comini: “La política internacional de América Latina: más atomización que convergencia”, en Nueva Sociedad, No 271, septiembre-octubre, Buenos Aires, 2017, y Claudia Detsch: “Escaramuzas en el patio trasero. China y Rusia en América Latina”, en Nueva Sociedad, Nº 275, mayo-junio, Buenos Aires, 2018.

[10]  Véase Nils Castro: Las izquierdas latinoamericanas en tiempos de crear, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2012; y Roberto Regalado: “El flujo y reflujo de fuerzas entre izquierda y derecha en América Latina: un análisis crítico constructivo”, en Roberto Regalado (Compilador), Los gobiernos progresistas y de izquierda en América Latina, Partido del Trabajo, México, 2018.

[11] Véase Leandro Morgenfeld: “Nuestra América frente a la reactualización de la doctrina Monroe” y Darío Salinas Figueredo: “América Latina y la política estadounidense. Referentes actuales, continuidades y desafíos estratégicos”, ambos en Casandra Castorena, Marco A. Gandásegui, hijo y Leandro Morgenfeld (Coordinadores), Estados Unidos contra el mundo. Trump y la nueva geopolítica, Siglo XXI Editores/CLACSO, México, 2018.

[12] National Security Strategy of the United States of America, The White House, Washington D.C., December 2017. Consúltese en: https://ge.usembassy.gov/2017-national-security-strategy-united-states-america-president/

[13] No hay dudas de que, en ciertos planos, otras potencias le alcanzan e incluso superan, ni de que los Estados Unidos experimentan una crisis hegemónica, si bien relativa. Sobre lo imperioso que resulta matizar el análisis, véase un análisis que a pesar del tiempo transcurrido, posee gran objetividad y vigencia: Luis Maira, “El debate sobre la declinación de Estados Unidos durante la actual crisis internacional”, en José Luis León, David Mena y José Luis Valdés-Ugalde (Coordinadores): Estados Unidos y los principales actores de la reconfiguración del orden mundial en el siglo XXI, CISAN-UNAM, UAM-X y Universidad Iberoamericana, México, 2015.

[14] Son clarificadores los trabajos de Marco A. Gandásegui, hijo, sobre todo los libros colectivos que publicó como coordinador desde el Grupo de Estudios sobre Estados Unidos de CLACSO. Véase en particular Estados Unidos y la nueva correlación de fuerzas internacional, Siglo XXI Editores/CLACSO, México, 2017.

[15] Si bien el realismo político y el neorrealismo son referentes en todo texto referido a las teorías o paradigmas principales en el estudio de las relaciones internacionales, no sucede lo mismo con la teoría del imperialismo. Como se ha advertido, el pensamiento crítico latinoamericano tropieza con muchas puertas cerradas, especialmente el marxismo, y en los debates teóricos se habla poco del imperialismo. Véase Nayar López Castellanos: “Pensamiento crítico latinoamericano en tiempos de colapso”, en Utopía y praxis latinoamericana, No. 89, abril-junio, 2020, Universidad del Zulia, Maracaibo, 2020.

[16] Véase Vladimir Ilich Lenin: “El imperialismo, fase superior del capitalismo”, en: Obras escogidas en tres tomos, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Tomo 1, Moscú, 1976.

[17] Véase Kenneth Waltz: Theory of International Politics, Addison-Wesley, Reading, Mass., 1979.

[18] Antonio Gramsci: ob. cit.

[19] V.I. Lenin: “Sobre la caricatura del marxismo y el economicismo imperialista”,  en Obras escogidas en doce tomos, tomo VI. Editorial Progreso, Moscú, 1974.

[20] Roberto Regalado, Regalado: “El flujo y reflujo de fuerzas entre izquierda y derecha en América Latina: un análisis crítico constructivo, en Roberto Regalado (Compilador): Los gobiernos progresistas y de izquierda en América Latina. Partido del Trabajo, México, 2018, y “¿Creer en el ‘imperialismo benévolo’ o forjar una correlación de fuerzas para derrotarlo?, en América Latina en Movimiento, ALAI, https://www.alainet.org/es/articulo/214206 (27-10-2021).

[21] Lilia Bermúdez: Guerra de baja intensidad contra Centroamérica, Siglo XXI Editores, México, 1987, y Ana Esther Ceceña: “Los golpes de espectro completo”, http://www.alainet.org/es/active/73900, 21/05/2014.

[22] Véase Jorge Hernández Martínez: “Estados Unidos por dentro: dominación imperialista y poder simbólico (teoría e ideología)”, en Revista Política Internacional, No.  2, ISRI, La Habana, 2022, y “Estados Unidos y el debate sobre América Latina: dominación imperialista y negligencia benigna”, en Cuadernos de Nuestra América, Nueva época, No. 4, CIPI, La Habana, 2022.

[23]  Samuel Pinheiro Guimarães: Quinhentos anos de periferia: uma contribução ao estudo da política internacional, UFRGS-Contraponto, Porto Alegre-Rio de Janeiro, 2002,  p. 100.

Fuente: Cuba Socialista